Eres tú, no soy yo

13 03 2012

La semana pasada viví una experiencia psico-tormentosa: la entrada de mi hija más chica al jardín infantil. (Tengo dos niñitas: de 2,9 y 1,3 años).  Para muchas/os, algo que a lo mejor ya conocen. Para los que no saben de lo que estoy hablando, este es más o menos el resumen: llego con mi hija a la clase, abro la puerta y… 12 niñ@s entre 1 y 2 años llorando a grito pelado, algunos colgados de sus respectivos papás, una tía sentada en el suelo cantando algo incomprensible debajo del griterío, otra tía tratando de afirmar a las guaguas que intentan arrancarse, mientras otra hace esfuerzos sobrehumanos para calmar a los que están francamente histéricos. Si hay un nombre para esta escena, debe ser Pandemonium.

Como madre aprensiva que soy, la idea de dejar a mi hija ahí se sentía más o menos como la “Decisión de Sofía” (Peliculón que hay que ver antes de tener críos, no después). Y mi guagua, que tendrá un año pero no es lesa, de entrada se me colgó al cuello estableciendo que no me la iba a hacer fácil. Ante el más mínimo intento de soltarla, ardería Troya. Cuento corto: terminé sentada en un pisito, en calidad de marsupial, cantando la cuncuna amarilla. Por 3 días seguidos. Las tías, los niños… y yo. Eso, hasta que me pidieron amablemente que me fuera. (A parar detrás de una planta, obvio…).

Superada por el drama que significó esa separación, el cuarto día le pedí a mi marido que fuera a dejar a la chica a ver qué pasaba.  Resultado: llegaron al jardín, la bajó del auto, entró a la clase, se la pasó en brazos a la tía, mi hija apenas alegó 30 segundos, y minutos después figuraba feliz jugando. Y así estuvo toda la mañana. (Nota importante: con mi hija mayor fue exactamente lo mismo. Idéntico).

Las respuestas de mis hijas a nuestras distintas actitudes inevitablemente me llevaron a cuestionar qué había pasado aquí… (Ojo que cada una de estas ideas es personal e intransferible, me representan sólo a mí, y no pretendo evangelizar. Sólo comparto mi experiencia…). Dice así:

Se postula por ahí que madre e hijos están conectados, que a ellos les transmitimos todo lo que nos ocurre. Tres años y dos guaguas después, me atrevo a creer que efectivamente es así, pareciera ser que ellos decodifican nuestros estados internos. Partiendo de esa base, entonces, ¿qué le estaba transmitiendo yo a mis hijas en esta experiencia? La más pura neura. Aprensión en toda su magnitud, miedo e inseguridad. Básicamente lo que YO me imaginaba que sentiría si mi mamá se fuera y me dejara ahí con desconocidos. Mi marido, en cambio, les transmitía tranquilidad, confianza y certidumbre que, dicho sea de paso, era lo que ellas realmente  necesitaban para que este proceso no fuera caótico.

Presumo, entonces, que lo que muchas veces ocurre es que el día a día, el agote, la exigencia emocional (porque de verdad el desafío es cototo) y todo lo que implican los hijos a veces nos llevan a olvidar el foco. ¿Cuál foco? Nuestro rol, que en mi concepción es mostrar el mundo a los niños, instruirlos en cómo funciona y acompañarlos en su integración a éste de la mejor manera posible. Suena obvio, ¿cierto? Pero me he fijado que en la práctica terminamos haciendo cualquier otra cosa con mucha facilidad…

En el exceso de  sobreprotección, en la neura,  pasa a primer plano lo que a nosotros como padres nos ocurre, dejando en segundo plano lo que ellos necesitan. Y en el camino empezamos a mandar mensajes distorsionados sin darnos cuenta. Algunos imperdibles que he visto repetidas veces:

Si estoy con mis hijas las 24 horas prestándoles atención desmedida (ojo: desmedida, no estoy hablando de la sana ni la normal), sólo les estoy enseñando a ser un foco de atención que luego, en su vida adulta, no van a encontrar en ninguna parte.  Porque a menos que sean Madonna o Lady Gaga, nadie las va a estar idolatrando con la furia de los padres… Y venga frustración asegurada por la vida.

Si estoy encima de mis niñitas todo el día, les estoy quitando la posibilidad de aprender a estar solas consigo mismas. Y venga vacío interno si no hay alguien alrededor haciendo show. En mi opinión esta es una de las variables que explica a las personas que necesitan estar llenándose de cosas y gente para estar bien; o peor… que se quedan en relaciones miserables ya que “más vale mal acompañado que solo”.

Si las recojo cada vez que se caen, les estoy quitando la posibilidad de aprender a pararse por sí mismas, habilidad que indudablemente van a necesitar infinitas veces en sus vidas.

Y así, el listado de ejemplos en los cuales sin querer y por exceso de amor les limitamos el desarrollo puede llegar a ser bastante extenso. Creo entonces, que la lección de esta primer «día de clases», fue más para mí que para ellas. Me sirvió para recordar la importancia del equilibrio, de la mesura, de observarlas, mirarlas y preguntarme qué necesitan. ELLAS, no yo.  Al revés del dicho «soy yo, no eres tú», en este caso efectivamente el foco debiera estar en el otro, es decir, «eres tú, no soy yo».   Difícil tarea, pero no imposible… Con un par de horitas más de sueño a lo mejor resulta.